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viernes, 24 de julio de 2015

Cuentos en la Nube GORRIÓN

La ausencia de un padre puede ser muy dolorosa aunque la familia se esfuerce por desviar las preguntas y tenga una historia mas o menos creíble que contar. Pero a veces de la forma mas inesperada se revela la verdad.


Gorrión


El agua hirviendo cayó sobre la pileta de hormigón llena de sábanas y ropa blanca. Las manos de doña Liboria estaban rojas pero ella decía que estaba acostumbrada a los fríos del invierno y al agua caliente. Y de alguna forma era cierto, porque en aquéllas manos callosas de tanto restregar cuellos, manchas y mugre de diverso tipo, y mantener en orden la casa y el amplio patio de su humilde vivienda, cada día la tarea se prolongaba unas diez horas diarias, excepto los domingos. Las dos piletas de lavar estaban ubicadas alrededor del tronco de una higuera que en esa época del año presentaba un aspecto triste con sus hojas marchitas.

El pequeño Gorrión ya estaba pateando una pelota de goma contra la pared de la casa con la esperanza de que su primo Eduardo llegara más temprano que tarde a jugar “de arco a arco”, una disputa que consistía en hacer con dos piedras un arco imaginario de cada lado del patio o en la calle, y mostrar las mejores habilidades simultáneamente como arqueros y goleadores cuando se enfrentaban.

Doña Liboria sonrió al ver a su nieto enfrascado en una de las pocos juegos que, en la dura realidad de la familia, el chico podía disfrutar con aquella pelota de goma. Incluso al precio que volara por los aires alguna que otra lechuga o cantero de flores que con tanto esmero cuidaba Eulogio, su marido. Volvió en su divagar mientras restregaba la ropa a pensar en la desgracia del chico por no haber conocido a su padre, que creía había viajado a un país lejano cuando era pequeño para nunca más volver. Hasta ella había aceptado sin creerlo,  la historia que su hija Begoña les contó cuando al fin reconoció que estaba embarazada. 

Alejó esos pensamientos y se concentró en enjuagar la ropa preparándola para retorcerla con la ayuda de una de sus hijas, Manuela o Begoña, que en la habitación más grande de la casa se dedicaban a planchar la ropa, doblarla y acomodarla en las bolsas de tela para entregarlas a la tarde.

Ramiro, su hijo mayor, salió de la humeante cocina después de desayunar más tarde que los demás. Había nacido físicamente normal pero más tarde comprobarían una cierta discapacidad intelectual que le impidió ir a la escuela pública.  Escuelas especiales privadas no existían en el pueblo, por lo que Ramiro se pasaba dando vueltas por el barrio imitando al sonido de una trompeta apenas alguien se lo pedía. 
        
        -    Eh! Ramiro, como suena la trompeta del gran Louis Amstrong?

Y Ramiro comenzaba a emitir sonidos muy parecidos a una trompeta interpretando incluso con un similar parecido algunos tonos de What a wonderful world para asombro de los que por primera vez escuchaban los tonos que salían de la boca del muchacho, mientras que los brazos y los dedos simulaba tocar el instrumento.

Doña Liboria no renunció a tener más hijos a pesar de las advertencias, así que luego nacerían Manuela y Begoña para felicidad del matrimonio. Habían ya pasado treinta años desde que Ramiro naciera, recordó emocionada. Se acomodó su largo pelo blanco y crespo detrás de las orejas que le estaba molestando,  y siguió con su tarea aunque tuvo que hacer una pausa cuando los cristales de sus anteojos se empañaron por el vapor del agua caliente y tuvo que secarlos con la tela de su delantal.

En eso estaba cuando sintió que alguien golpeaba las manos en el portón de entrada. Pensó que seguro era el panadero o el lechero que venían algo retrasados esa mañana, pero inmediatamente llegó Gorrión corriendo. Estaba agitado y cuando vio a la abuela mirarlo de reojo y con el ceño fruncido frenó sus pasos. Por fin secándose las manos Liboria le preguntó qué le pasaba. Y Gorrión balbuceó algunas palabras incomprensibles para la abuela.

     - Hablá claro gurí! No ves que no entiendo ni jota de lo que estás diciendo….
- Abuelita, hay un señor con una bolsa de ropa y dice que está sucia y no limpia como se le prometió.
La abuela Liboria con los brazos en jarras escuchaba a su nieto y no podía creerlo. Que la ropa estaba sucia?
Que venían a reclamarle por algo que ella estaba segura habían entregado completamente limpia? Era demasiado para su orgullo y dignidad como lavandera de toda una vida.

- A ver, adónde está ese tipo?
- En el portón, abuelita. Está enojado, parece, -dijo el Gorrión no muy seguro de lo que decía. Se había ganado el sobrenombre por lo menudo de su cuerpo y por la costumbre de estar siempre brincando por más que le pidieran que se calmara. 

      -    Bueno, iré allí a ver que quiere ese desgraciado.

El hombre estaba parado a un costado del portón. Cargaba una bolsa blanca de algodón como las que ellas usaban para entregar la ropa.

- Qué se le ofrece, caballero? preguntó doña Liboria con desconfianza cuando no reconoció al hombre que tenía enfrente ¿Como es eso de que le entregamos la ropa sucia?
- Buenos días señora, la verdad es que el chico debe haber entendido mal. Vengo a preguntar si podrían lavarme alguna ropa ya que estoy de paso por el pueblo. Y como en la pensión donde me alojo no tienen ese servicio me aconsejaron que la trajera aquí.

Doña Liboria miró de reojo a Gorrión pero bajó el ceño y se relajó ante la explicación del hombre.

- A ver Gorrión, llevá la bolsa y traé la lista de precios para que este señor… ¿como dijo que se llamaba? … para que tenga una idea de lo que cobramos por el lavado de cada prenda.

El hombre sonrió tímidamente, le alcanzó la bolsa al niño y le pasó la mano por la cabeza en señal de simpatía y como perdonándolo por la confusión que se había creado.
En ese instante salieron al patio Manuela y Begoña para curiosear quien había llegado.

        ⁃ Buenos días, atinó el hombre a saludar a las muchachas, pero palideció inmediatamente al reconocer a Begoña allí, parada ante él. Y la joven sintió que se mareaba ante la presencia del hombre. Manuela respondió al saludo algo extrañada al ver las reacciones de su hermana y el hombre que como avergonzado miraba al suelo.
Doña Liboria ocupada en repasar la lista que Gorrión le había alcanzado no se percató de la situación que se había creado.

     ⁃ ¿Entendió lo que cuesta el lavado de cada prenda que también le entregamos  planchada, verdad?
- Eeeh! Si señora. El precio está bien. No hay problema - ¿Cuando puedo venir a recogerla? balbuceó el hombre confundido.
- Venga mañana al mediodía y la tendrá lista, respondió doña Liboria.
- Muy bien, entonces mañana al mediodía. Ah! Me llamo Ricardo, disculpe que no me presenté -dijo con tono compungido.

Doña Liboria apenas le prestó atención y saludó con la cabeza y dio media vuelta dejando al hombre frente a las dos hermanas y a Gorrión que todavía estaba allí fascinado mirando al extraño. Entonces Begoña se adelantó dos pasos y le dijo con una mirada llena de rencor:

- Hijo de puta! Me prometiste que volverías en una semana después de encontrarnos en aquélla kermesse, y nunca más supe de vos. Diez años esperándote! Y de pronto te presentás aquí con tus calzoncillos mugrientos.

⁃ No tenía la menor idea que vivías aquí, Begoña. Perdoname, es que no pude volver, vos sabés que en la capital la vida es muy agitada y el trabajo de un vendedor ambulante es incierta. No tuve oportunidad de volver. Además cómo iba a saber que estabas embarazada? -trató de disculparse Ricardo.

Manuela y Gorrión observaban atónitos la escena presentada ante ellos y no se explicaban lo que realmente estaba ocurriendo.

      ⁃    ¿Sabés Ricardito? Te estuve esperando todos estos años y le he mentido a mis padres, a toda mi familia y a mis vecinos. Y cuando más te necesitaba no apareciste - dijo Begoña apretando los dientes.
      - Pero nena, esa noche de fiesta creí que lo que había ocurrido era solo algo pasajero entre nosotros. Vos sabés que esas promesas hechas en esos bailongos son tan volátiles como el humo. Nunca creí que en realidad te hubieras enamorado de mí - se defendió angustiado Ricardo.

  ⁃ Desgraciado, dijiste que era amor a primera vista, que era ese tipo de amor que es como un flechazo. Pues sí, fue tan certero ese flechazo que aquí tenés a tu hijo! -  dijo Begoña empujando a Gorrión hacia adelante.
Ricardo sintió como unas gotas de sudor caían por su frente y le ardían en los ojos.  También las manos se les empaparon de sudor y tuvo que meterlas en los bolsillos para que permanecieran quietas.

Entonces Gorrión dio unos saltitos y se adelantó con una ancha y resplandeciente sonrisa, y con los ojos llenos de esperanza dijo bien alto:

       ⁃ Hola papá!


lunes, 20 de julio de 2015

Cuentos en la Nube EL NÚMERO DE LA SUERTE


El número de la suerte

La mañana comenzó nublada y Toto agradeció a Dios que le hiciera la jornada más aliviada. Ese verano las temperaturas eran muy altas, y recorrer el pueblo en bicicleta bajo el ardiente sol era un suplicio.

- Viejo, ¿te vas ahora? - le preguntó Ramona, su mujer.
- Sí, después que infle las ruedas de la chiva.

Toto abrió el bolso y sacó los números de lotería que tenía para ofrecer a sus clientes. Y tuvo una fantasía. Miró su humilde casa y la revistió de colores, comodidades y un jardín espectacular donde las flores competían con los tonos del arcoiris. ¡Carajo! si a él le tocara alguna vez ganar la Grande, pensó. Se rió de sí mismo y  miró  los  números,  y  como  se  los s a b í a  de memoria fue recorriendo mentalmente  la  lista  de  clientes  a quienes debía visitar.
Su mujer salió hasta el portón de la casa y lo despidió otra vez mientras Pompeyo, su perro, jadeaba a su costado, esperando la señal para que corriera detrás de la rueda. Pero el silbido no llegó esta vez, y Pompeyo se quedó clavado en el suelo moviendo la cola frenéticamente y mirando como su amo se alejaba pedaleando raudamente.

Toto se dirigió al  primer  lugar  que  debía visitar y que quedaba cerca de su casa. Era el bar del gallego Manolo. Bajó de la bicicleta, saludó a un cliente que salía del bar, y entró saludando a los otros parroquianos.
 - Buen día, buen día…¿un numerito para la Grande muchachos. Elijan, elijan por favor.      Hoy nos toca a nosotros, señores - anunció optimista.
 -  Dale negro, hace tiempo que esa promesa es una chantada. Ya  no te creemos un pito de lo que nos prometés... - le reprochó uno de los aficionados al billar.
Toto  le  sonrió  a  los  pesimistas  que  estaban alrededor de la mesa de billar y se dirigió al mostrador, donde Manolo lo esperaba secando las copas con una sonrisa que ampliaba sus cachetes rosados.

 - Mucha gente esta mañana, - constató Toto alegremente mientras sacaba de su bolso varios décimos y los ponía prolijamente por orden numérico sobre el lustroso mostrador de madera esperando que se acercaran los clientes, incluso los más pesimistas.

Manolo eligió un décimo, pagó y le invitó con una copa de grapa a medio llenar.

- Tomá negro, para que entrés en calor, -le dijo con una sonrisa cómplice.

Toto agradeció, bebió y siguió su viaje, esta vez con los perros del barrio prendidos a sus pantalones y ladrando ante aquél intruso. Alcanzó a darle una patada en el hocico a uno de ellos y terminó con la persecución. Ahora tenía que pensar en la cuesta que le esperaba para llegar hasta la panadería del tano Locatelli. Allí casi todos los empleados le compraban a menudo un décimo y aprovechaban para hacer una pausa y bromear con él. Pedaleó con todas sus fuerzas tratando de no perder velocidad y logró mantenerla hasta que llegó a la cima de la cuesta donde estaba ubicada la panadería. Agitado por el esfuerzo se secó el sudor de la frente con el pañuelo limpio y bien planchado por   su   mujer,  y que   siempre  llevaba  en el bolsillo de su vaquero. 

-  Hola negro, ¿ya venís con la yeta? A ver si por favor algún día nos traés la suerte para poder rajar de este pueblo de mierda... le dijo Julio, uno de los empleados con cara de amargado, mientras preparaba la masa del pan.
   -  No se quejen, ché. ¿Dónde van a estar mejor que aquí? Pero a ver si eligen bien, porque tengo un presentimiento de que hoy la pegamos... - les dijo a modo de consuelo.

Cuatro décimos logró venderles, no mucho es verdad, pero en otras ocasiones no les había vendido nada. Montó otra vez en la bicicleta y se dirigió hacia el centro. Calles asfaltadas, veredas a la sombra de los frondosos plátanos y varios clientes más para golpearles las puertas.

-¿Y como viene eso? Le preguntó el vasco Arteaga, el único cliente que tenía costumbre de permitir que Toto le eligiera el número.
- A ver  si  me  das  suerte  esta  vez, negrito…  ¿Así que me das la terminación 47? Con ese puto número seguro que soy 2000 pesos más pobre.

 Toto sonrió y le deseó suerte, pero no quiso perder tiempo con Arteaga que le gustaba retetir rumores y chismes,  y recibirlos por supuesto del propio Toto que era una buena fuente de información. Pero Toto prefirió seguir su camino.

Completó la visita a varios clientes más y se dio cuenta de que había agotado prácticamente todos los números que llevaba consigo, menos el que siempre reservaba para don Gerardo Montelongo. Aquél número era sagrado para este cliente. Hacía ya quince años que había sacado millones con ese número, y desde entonces volvía a jugarlo empecinadamente todos los sorteos de la Grande.
Golpeó el zaguán de la casa con el llamador  con  forma  de  mano  cerrada  sobre una esfera de metal y esperó atento a los sonidos al otro lado de la gruesa puerta de madera de la lujosa y  bien conservada  mansión de los Montelongo.
Golpeó de nuevo y nada. Aquello le alarmó porque don Gerardo siempre estaba en la casa a esa hora y Toto no sabía nada del porqué de esa inesperada ausencia.
¿Estaría de viaje? Su incertidumbre duró poco. Una vecina que aparentó salir casualmente con la escoba en sus manos para barrer la  vereda de su casa, lo llamó agitando la mano, y susurrando le contó que toda la familia Montelongo había llegado de un viaje esa madrugada, muy tarde. Seguro que estaban durmiendo todavía. Ella era la única que conocía lo de ese viaje, porque don Gerardo no quería que nadie se enterara que habían partido.

- Por los ladrones, usted sabe - prosiguió susurrando.

Le agradeció a la mujer que después de unos pocos escobazos se metió en la casa. ¿Qué hacer? Se preguntó Toto desconcertado. Si no retenía el número don Gerardo lo maldeciría por el resto de su vida. A lo mejor había comprado el entero allí donde había viajado. Pero si habían estado en el extranjero era imposible. Conocía además el genio de su cliente que entraba en ebullición por pocos motivos. Todos le temían. Y mire si sale el número, pensó mientras acariciaba los décimos del entero.

El 03865 era el número de lotería que don Gerardo apostaba sistemáticamente y que Toto siempre reservaba para él. Al fin se decidió. El pagaría con su propio dinero el entero 03865 y se lo entregaría con o sin premio. Seguro que don Gerardo se lo agradecería. Recordaba que cuando había ganado la Grande la vez pasada, don Gerardo le había obsequiado con una par de quilos de yerba mate.

- De la mejor, negrito, de la mejor! Le gritaba mientras le palmeaba la espalda. Toto se marchó con dos quilos de yerba más rico, mientras la fiesta continuaba en el patio de la casa de don Gerardo, y donde no le ofrecieron ni siquiera un vaso de agua.
Pensó en sus ahorros y estaba seguro que le alcanzaría para comprar el entero. Le explicaría a su mujer lo complicado de la situación, y ella sin dudas comprendería su dilema. Así que fue al banco y llenó el formulario para extraer el dinero de su cuenta.

-¿Para qué querés tanta guita, negro? ¿Te vas a comprar un auto?  -le  preguntó burlonamente el empleado.
  -  No me alcanza ni pa´ las ruedas. Pero quiero hacerle un favor a don Gerardo
 - Vos hacerle un favor a ese viejo amarrete? No se lo hagas, negro. Y sea lo que sea hacete vos el favor, negrito. Olvidate de ese miserable.
 - No puedo. Es un cliente de muchos años -dijo Toto con tono reservado.
 -  Bueno, aquí tenés la guita. Y cuidado con los chorros y carteristas que están como buitres a la salida del banco - le advirtió el cajero con una sonrisa burlona.

Toto  montó  rápidamente  en  su  bicicleta  sin dejar de mirar a todos lados por las dudas que lo siguieran los malandras que él pensaba podían estar acechando como le había advertido el cajero del banco, y en pocos minutos llegó raudo a la oficina de loterías.

-   Hola, que tal las chicas más lindas del pueblo? - dijo a modo de saludo.

Las empleadas de la agencia lo saludaron riéndose y le abrieron la puerta de seguridad.
Al fondo había un pequeño escritorio donde don Ángel, el jefe de la oficina, estaba revisando el resultado de las ventas.

     - Que tal don Ángel, saludó Toto.
-   Mmmmm - salió un murmullo de la boca del jefe de la agencia.
  -   Aquí tengo la plata de la venta y solo me sobraron estos tres décimos.
- Mmmmm - volvió a confirmar Ángel mientras contaba el dinero. Luego le alcanzó un formulario que ambos firmaron, después de observar que todo estaba correcto.
- Sabe una cosa? Le pagué el entero a don Gerardo porque no pude hablar con él. Me costó unos buenos mangos, pero seguro que me lo agradecerá.
-  Mmmmm?!!
-  Bueno, creo que no habrá problemas, en el fondo es un buen hombre . Entonces, nos vemos la próxima semana, que pase bien - se despidió Toto.
-  Mmmmm - repitió a modo de despedida don Ángel. Toto no se esperaba más que aquélla  especie de mugidos. Siempre ocupado, el jefe de la oficina  de loterías del pueblo apenas hablaba con las empleadas, pero por lo menos a él no le decía negro o negrito, ese sobrenombre a causa del color de su piel que tanto lo fastidiaba y que nunca se había podido sacar de encima.
Montó otra vez en la bicicleta y pedaleó hasta el bar del gallego Manolo. Faltaban quince minutos para que comenzara el sorteo y quería tomarse una cerveza hasta que los niños cantores anunciaran los premios.
  
  -Llegó la hora de la verdad, negro. Si no nos toca aunque sea la devolución vas a tener que pagar la vuelta - le dijo José, uno de los parroquianos.
   - No se pongan nerviosos, señores - respondió Toto sin alterarse.

La vieja radio colocada sobre la vitrina de las bebidas carraspeó un rato mientras Manolo la sintonizaba, hasta que pudo distinguirse con nitidez la voz de un locutor que anunció, con una música de suspenso de fondo, el inicio del sorteo.
A dos voces una niña y un niño comenzaron a cantar los números y premios correspondientes.

En el bar todos estaban en silencio. Caras tensas, divertidas y burlonas rodeaban el mostrador, donde todos se habían arrimado para escuchar mejor.
De pronto se pusieron más atentos, los chicos estaban cantando el número de la Grande y las manos apretaban los décimos que habían comprado.
-   El 03865 con 20 millooooones de peeeesos!! -gritaron los chicos cantores repetidas veces.
Toto demoró unos segundos en reaccionar. De pronto sintió que se le aflojaban las piernas y un dolor intenso le invadió el pecho. Era el número de don Gerardo! Pero él lo había pagado.¿ Qué hacer?
Con los millones que le tocarían en suerte fantaseó de nuevo con una nueva casa reluciente, con techos de tejas, flores en un jardín bien cuidado por él y su mujer que se vestiría con elegancia, la casa con amplios  ventanales; Pompeyo saltando tratando de apresar un hueso falso que su mujer le lanzaba lejos para que corriera a buscarlo. Y sus hijos vistiendo ropas nuevas, hamacándose bajo un castaño, felices de dejar atrás tantas privaciones.
Concentrado como estaba en tomar una decisión crucial, no escuchaba las voces de los demás cuando le reprochaban haberles vendido números sin premio alguno.
Pensó que si él cobraba el premio sería visto como un estafador, ya que don Gerardo, que tenía poder en el pueblo, se encargaría de proclamar a toda voz que lo había traicionado.

Y si bien no era ilegal cobrar ese dinero, moralmente quedaría marcado como el hombre que se apropió de la fortuna del respetable vecino Gerardo Montelongo. Sabía que la opinión de una buena mayoría del pueblo sería esa. ¿Como un negro pobre iba a guardarse para su propio beneficio el entero que le correspondía a don Montelongo?
En esas elucubraciones estaba cuando el mismo don Gerardo entró como un vendaval en el bar con los ojos desorbitados

- ¡Negro, que me hiciste! ¡No me entregaste esta vez el número de la suerte! Cómo pudiste hacerme eso! - gritaba al mismo tiempo que agitaba los brazos completamente fuera de sí. - Te voy a aplastar como un gusano hijo de puta! - vociferó con los puños cerrados.
- Pero don Gerardo si estuve golpeando su puerta para dejarle el número - respondió Toto tartamudeado. - Y una vecina me dijo que había estado de viaje.

Todos miraban a Toto serios y compungidos por las consecuencias que le acarrearía el problema si don Gerardo perdía esa fortuna. Él era el hombre fuerte del pueblo, el que hacía y deshacía a su antojo, y al que por clientelismo o temor, o ambas cosas, idolatraban de los labios para afuera.
 - Negro de mierda me has jodido. Te voy a machacar y hasta tus hijos van a pagar por esta estafa que me hiciste.

Toto bajó la cabeza y sus manos abrieron el bolso temblando. De allí sacó el entero del número premiado y todavía sin levantar la mirada le dijo a don Gerardo.
- Mire don, aquí tiene su entero. Yo  mismo lo pagué pensando en que usted lo reclamaría.
Los ojos de don Gerardo se saltaron de las órbitas. La ira que lo invadía  se transformó por arte de magia en una carcajada estridente y corrió para abrazar a Toto.

- Negrito divino. Sabía que no me fallarías! ¡Esto es supremo! ¡Aprendan lo que es la lealtad de un hombre! - Gritaba, mientras pasaba el brazo por la espalda de Toto y le golpeaba frenéticamente - Gracias macho, de esta no me voy a olvidar. A ver gallego, ¡serví una vuelta para todos! - ordenó a Manolo mientras revisaba una y otra vez aquél papel que significaba su nuevo golpe de suerte.
 - Y bien muchachos, me voy a festejar con mi familia que todavía no sabe nada - dijo en forma de despedida.

Toto todavía amedrentado levantó la cabeza y vio como don Gerardo se aprestaba a salir del local. Y cuando llegaba a la puerta se atrevió a decirle:

- Por favor don Gerardo, no se olvide de pagarme el entero porque lo compré con mis ahorros - dijo con voz sumisa. 
- Seguro morenito. Pero ahora tengo cosas más importantes que arreglar, así que tendrás que esperar a que arregle esos asuntos - dijo con tono despreciativo, y se marchó a grandes zancadas tarareando una canción de moda.

En  el bar nadie dijo nada.