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martes, 3 de octubre de 2017

La leyenda de Rebenque Justiciero

Los héroes de las leyendas están presentes en narraciones que pasan de generación en generación según una tradición oral que ojalá nunca se pierda. Esta llegó casualmente a mis oídos y no pude dejar de compartirla, ante tanta injusticia cometida por un irresponsable que desafiaba el inapelable orden establecido. Cualquier coincidencia con la realidad es ... pura casualidad.


Había una vez un reino llamado la Flor del Ceibal. Estaba ubicado en un apartado territorio entre  verdes colinas donde crecían los ceibos que teñían de rojo con sus flores carnosas y sensuales las suaves laderas, con los picaflores revoloteando y bebiendo el néctar de la púrpura flor de ese árbol sagrado. Los zorzales alegraban las tardecitas con sus trinos que parecían detener el tiempo y una cascada juguetona ponía el fondo musical de un mundo perfecto donde revoloteaban las mariposas multicolores. Más lejos, en la pradera donde crecía el trébol de cuatro hojas, pastaban pacíficamente los novillos Herefords y los Angus, siempre vigilados por los siervos del rey Arturo, descendiente de aquél legendario monarca de la lejana Isla Británica.

 Allí no llegaban las leyes de la República de los Dragones  que rodeaba al reino y que quería imponer un orden antinatural, proveniente de la conspiración de los Bastardos Caballeros del Palacio Suárez. Por eso el rey Arturo se valía del Shérif Rebenque Justiciero (R.J), que montado en un alazán, recorría los campos del reino blandiendo aquel rebenque con cabo de plata repujado, cuya cruda y pesada lonja había sido cortada del cuero de un toro bravo. Era su orgullo y el terror de los que se atrevían a desobedecer las normas establecidas por el monarca.

Sin embargo los Dragones no dejaban tranquilo al desvalido rey Arturo, lo acosaban con leyes de otro mundo, no las que Dios había sabiamente instruido a los hombres de su reino que humildemente se arrodillaban ante su altar para prometer obediencia y sumisión. Por eso el rey se vio obligado a instruir a R.J. para que prestara  mucha atención a los hombres que trataban de romper el orden establecido  que tanta felicidad le había dado a todos los habitantes del reino.

Aquella tardecita, cuando la jornada parecía haber llegado a su fin R.J. quiso demostrar al rey que las instrucciones recibidas se iban a cumplir a rajatabla. Por eso llamó al que sospechaba era el más rebelde de los siervos para que cumpliera con otras tareas antes de ir a disfrutar de la residencia donde se alojaban. Allí contaban con las comodidades que los peones de la República de los
Dragones jamás habían soñado: duchas con agua caliente, comidas abundantes y sabrosas,  camas
con colchones mullidos y sábanas impecables en habitaciones confortables. Si, el rey no ahorraba ningún medio con tal de que sus siervos gozaran de una vida placentera fuera del horario de trabajo.
Una vez realizada la tarea en los corrales, el Gaucho Pendenciero (G.P.) retomó lo que ya había estado murmurando a espaldas del Shérif y del propio rey. "Un sueldo más alto por las horas extras trabajadas", reclamaba. Era un derecho que la República de los Dragones le habían dado a los trabajadores rurales en el territorio del Río de los Pájaros Pintados.
"Esas leyes no valen en nuestro reino" - retrucó muy seguro R.J.
"Pues a mí me dijo Robin Jud que aquí también había que aplicar la ley de 8 horas" replicó impasible el G.P.
"Mirá metelíos, no insistas porque el rey no quiere escuchar esos reclamos. Las 12 o 14 horas que a veces te toca trabajar se pagan con un sueldo fijo a fin de mes. Nada  de pendejadas sindicales. Ya lo dijo además el Conde de la Avenida Pou, en el campo los horarios son distintos a la de los señoritos de la ciudad".
"Pues aunque no te guste ese es mi derecho, y el tuyo también por si no te habías enterado", dijo con énfasis el G.P. Y se dio media vuelta para cerrar la portera donde encerraban a los caballos durante la noche.
Fue entonces que el Shérif quiso hacer justicia, y blandiendo el rebenque de cabo de plata repujado con una lonja cruda de cuero de toro bravo,  la descargó sobre la espalda del G.P. Sin piedad. Una, dos, tres, diez veces, implacable, castigó el cuerpo del cobarde rebelde que apenas atinó a defenderse, sorprendido por el ataque furibundo del valiente Shérif.
Cuando R.J. se cansó de golpearlo, ordenó al G.P. que se levantara, recogiera sus cosas y se marchara. Y nunca más pusiera su sucia bota en el reino de los ceibos en flor.
El rey escuchó los gritos desde el palacio y salió a ver qué pasaba.
Mordiéndose de dolor el G.P. reclamó la paga de lo que se le debía por los días trabajados.
"Tomá y conformate  con esto. La avaricia es uno de los pecados capitales" le dijo el rey manoteando unos billetes arrugados de su bolsa donde tintineaban las monedas de oro del reino.
"Y ojito con denunciar esto a la policía" fue lo último que escuchó el G.P.
La espalda le ardía como si tuviera cien carbones encendidos sobre la piel. Juntó las pocas pilchas y otras pertenencias que tenía,  montó en la bicicleta y puso rumbo al pueblo donde vivía junto a su mujer. Ella le aplicó paños de agua fría sobre las rojas marcas que ardían sobre la piel del infiel y rebelde G.P. Luego, taimadamente,  la mujer sacó fotos  de la machacada espalda de su marido y le dijo sibilinamente. "Esto tenés que denunciarlo".
El hombre pensó que no era necesario, había reclamado inútilmente, había perdido la partida, pero no quería implicar a la policía.   Sin embargo su mujer, villanamente como la mayoría de ellas, se dirigió a Robin Jud con las fotos, y el pobre rey Arturo y su Shérif están ahora investigados por la justicia terrenal de los Dragones.
Habrá injusticia más grande en este mundo?

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